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Sentirla en el pecho
En esta vida
de la que soy cómplice no puedo evitar expandirme por momentos, como rayos de
luz filtrándose a través de las grietas y entresijos, de la carne y los huesos.
Como esfera inmortal, como esfera feliz, flotando por el universo que Epicuro
creó para mí.
De su sentir
desmesurado, de su mente descontrolada, también soy confidente y me contraigo
de congoja. La misma esfera rebota como pelota en mi muro cuerpo cuando sella
todas las cerraduras, cuando se vuelve opacidad y camina un presente
proyectándose desde el pasado.
Ella envió un
mensaje. Y yo pun, putupum, putupum.
Ella bajó la
cuesta. Y yo le clavé mil alfileres como muñeca de vudú.
Ella llegó al
bar. Y yo me sacudí en espasmos y todo lo inundé.
Después,
descansé en su sonrisa.
La respuesta a
cada una de sus cavilaciones, a cada una de sus acciones, eso soy yo. Y noto
como, cuando se agota a sí misma, cuando se cansa de tanto recibimiento,
desesperada, ansía desvincularse, hacerme a un lado, escapar de mí. Desea la
dureza y la frialdad del mármol. Luego se arrepiente.
Ella recibió
un audio. Y yo empecé a vibrar.
Ella cogió el
coche. Y yo le brindé seguridad y anhelo.
Ella empezó a
bailar. Y yo me permití ronronear.
Después, desperté
con un arañazo.
No puedo más que compadecerla cuando cae en la
cuenta de nuestra eterna compañía y, sin embargo, me hincho de satisfacción
cuando me considera un regalo, su bien más preciado, y se presta a compartirme.
Me ama y me ama a pesar del desprecio de quien no entiende nada, de quien
abandona la sabiduría. Y yo, cuando se quiebra, la asfixio, contradiciendo su
necedad, hasta devolverla a su ser.
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